Hace unos cuantos días me contó un amigo que durmió en la calle, a la intemperie, en las afueras de un pueblo perdido de Ávila, un día de esos de mucho frío. Mi amigo vive en un convento de muros gruesos, protegido por la tranquilidad que da una comunidad, un horario, una comida, un trabajo seguro… Me contó que de vez en cuando duerme por ahí, para sentirse mal… ¡qué masoca! Y mientras me explica sus razones, voy haciéndome preguntas que no me dejan indiferente. Él quiere como abrir un hueco en el grosor de esos muros, que le mantienen a salvo, y que le protegen, con peligro de dejarle sordo a lo que pasa fuera. Y algo peor, que la visión de la vida y de las cosas sea la que proviene de su cómoda situación.
Me preocupa esta ceguera que puede surgir de estar a salvo en una situación, especialmente en el campo de las ideas. Cómo los muros gruesos de nuestra educación, tradición, cultura, país, colores deportivos, raza… nos hacen tantas veces pensar la vida de forma única e intolerante, incapaces de abrirnos a otras formas de percibir, peor aún, incapaces de escuchar y acoger otros puntos de vista.
Como los habitantes de los asteroides visitados por el Principito: el rey, el vanidoso, el bebedor, el hombre de negocios, el farolero, el geógrafo… cada uno encerrado en su recinto y sepultado en su forma única de mirar. El Principito, por el contrario, es el que se permite preguntar, se deja cuestionar, visita otros asteroides, viaja a la tierra para saber, y pasar el saber por su corazón. También las gafas del Papa Jacinto, de la novela de G. Bessière, eran gafas con una cruz dibujada en el cristal, de modo que todo lo veía bajo este prisma, asomado a la ventana para leer la historia de su tiempo, se daba cuenta de que todo tenía un enfoque. El Papa decide también «bajar» y se escapa del Vaticano para intentar ver la realidad desde otros ojos.
¡Si al menos nos permitiéramos bajar a otras maneras de entender, sin negar la verdad que se nos ha regalado…!
Es este gesto el que os confieso que me seduce y me remueve… La urgente necesidad de abrirnos a otras formas de leer la vida, la necesidad que tenemos en Iglesia de escuchar, dejarnos interpelar. (Para no convertirnos en fundamentalistas, ni tampoco en desapasionados pasotas que todo lo relativizan)
Como si del mito de la caverna se tratara, hay que salir, aunque duela y no seamos comprendidos; es preciso ponerse en camino y vivir ese precioso verbo bíblico, de los primeros, SAL: de tu tierra, de la casa de tu padre… de lo que has aprendido hasta ahora, de lo que te han enseñado, y has leído…
No sé si aclaro algo o nada, pero a mí que los muros dentro de los cuales protegemos nuestros hogares, nuestros bienes, nuestros fríos, también nos protegen de sentir más desnudamente y más admirativamente cada realidad.
Bertold Brech dijo: «Al que el suelo no le queme en los pies hasta el punto de desear voluntariamente cambiarse de lugar si ello fuera preciso, no tengo nada que decirle».