Es verdad que hemos nadado inconscientes en el océano tranquilo y despreocupado de nuestras madres antes de nacer, pero es también verdad que, echados a la vida, todo es una amenaza para nuestra seguridad interior si no aprendemos a confiar.
Moisés, intuyendo la suerte que le esperaba, arrancado del regazo de su madre por la cruel decisión de un faraón, a su vez amenazado, fue dejado en el río, a la deriva, privado de la cálida voz de su madre.
Cuando el niño sintió a sus espaldas la insegura mano de las aguas, un miedo profundo se apoderó de su cuerpecillo y de su alma, comprendiendo que su viaje era un viaje a lo incierto, a morir. Allí mismo el miedo bloqueó su habla, antes, mucho antes de que supiera hablar. No valió que luego la hija del faraón, por indicación de aquella niña hebrea, su hermana, lo volviera a su madre; demasiado temprano había experimentado lo incierto de la vida. Ese miedo lo acompañaría, como una señal, reflejado en su tartamudez.
Así, como un temor inconfesado, las aguas eran para él lugar de oscuros pensamientos y llantos pasados, que ahora disimulaba en la buena apariencia de su porte y en su agilidad para la lucha y las carreras.
Fue el miedo a reconocer ante el faraón, su padre, el crimen y asumir haber dado muerte al egipcio, reconociendo ya su verdadero origen, por lo que huyó al desierto, lejos de aquellas turbias aguas en las que había perdido toda confianza en los demás y en sí.
Más tarde, cuando en los dominios de Jetró, pastoreando, se encontró con el misterio de Dios, el Innombrable, tocó su alma donde más dolía y le pidió lo imposible para él: volver al Nilo, cruzarlo y hablar, ¡oh, hablar a Faraón de que dejase libre a su pueblo!
Pero lo hizo, no podía dejar de hacerlo, por amor a aquellos ojos de Dios… se mantuvo erguido ante Faraón, aunque dentro temblaba como un niño en el agua, sin saber nadar. Afrontó todo lo que Yahvé le pedía, cada día cosas más impensables, aunque la más difícil estaba por llegar.
Con todo su pueblo fiado en él y los egipcios pisándoles los talones, el mar Rojo se interpuso renovando los miedos de la infancia, y una desconfianza infinita puso ante su paso todos los miedos juntos llevándole a ese lugar de sí mismo de donde siempre había logrado escapar… El tiempo era inminente; todo apremiaba y el pueblo pendía de un acto heroico de fe, de un niño solo…
Sucedió entonces: Moisés dio el paso más difícil de su vida: introdujo su pie en el agua… El mar se partió por medio dejando abierto el camino de la libertad. El mar de sus miedos quedó quebrado para siempre, y avanzó con su pueblo rebosante de emoción.
Allí quedaron sepultados los egipcios, sus miedos infantiles y su tartamudez. Yahvé lo había curado para siempre por su confianza.
Moisés entonó y danzó con María cánticos de acción de gracias a Yahvé, Señor de todos los miedos y de las aguas.
Moisés era tartamudo: audición del cuento
Miguel Márquez Calle, carmelita
Publicado en : Amanece en Malpica. Cuentos para despertar.