Lectura orante del Evangelio: Juan 3,16-18
¿Quién podrá escribir lo que, a las almas amorosas, donde él mora, hace entender? ¿Y quién podrá manifestar con palabras lo que les hace sentir? ¿Y quién, finalmente, lo que las hace desear? (San Juan de la Cruz, cántico).
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito.
El Padre nos dice su amor enviándonos a su Hijo. En el colmo de la entrega nos dice: Soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti (San Juan de la Cruz). Jesús lleva dentro este secreto de amor, y su pasión es contarlo a todos. Hoy contemplamos este misterio con María en el corazón de la Iglesia. Lo hacemos unidos a las hermanas y hermanos contemplativos, escondidos y presentes en todo dolor de la humanidad; ellos han descubierto que el amor es la forma más bella de contar a Dios al mundo.
¡Bendito seas, Padre, por siempre jamás! ¡Qué cosa es el amor que nos tienes!
Para que todo el que cree en él no perezca.
Jesús muestra el amor dándonos al Padre, alimenta nuestra esperanza descubriéndonos la misericordia entrañable del Padre. Es tan amigo de amar que no se le pone cosa por delante que se lo impida: se hace a nuestra medida, se junta con nosotros, se hace nuestro amigo, se viste del color de nuestra tierra. ¿Cómo no creer? ¿Cómo no abrir de par en par el corazón a la Trinidad, que busca su morada en nuestra interioridad y la convierte en fiesta de comunicación, de adoración y silencio? Contemplamos este misterio con María, que conserva el amor en el corazón para la vida del mundo.
¡Bendito seas, Jesús!
Sino que tenga vida eterna.
El Espíritu Santo, encendiendo en nuestro corazón una llama de amor viva, nos descubre que el amor lo es todo. Él hace posible que podamos comunicarnos con el Padre y con el Hijo. Él convierte nuestra interioridad en una fiesta de silencio y adoración. Con sus dones nos enamora de la Trinidad y de la nueva humanidad, nos hace gustar la vida siempre nueva que se nos regala. Cuando descubrimos su presencia amorosa y dejamos que actúe y guíe nuestra vida, el miedo se va, sale la luz, brota el amor confiado. Nos sentimos unidos a los contemplativos que saborean sin prisa esta buena noticia como un anticipo del banquete del Reino.
¡Espíritu Santo! Todo lo tuyo a vida eterna sabe.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Jesús no ha venido a juzgar sino a salvar. Quien mira la vida con el corazón de Jesús sabe ver a Dios en todo. Esta es la mirada que los contemplativos regalan al mundo. Ven a la persona más allá de sus errores, ven hermanos más allá de las fragilidades, ven esperanza en medio de toda pandemia, irradian la alegría de vivir el Evangelio según la gracia del Espíritu. Ellos, con María en medio, nos enseñan a ser misterio de comunión y de acogida, donde los más pobres y marginados encuentran ternura y se sienten hijos de Dios.
¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! ¡Oh mis Tres, mi todo, mi eterna bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad donde me pierdo! (Isabel de la Trinidad).