Lectura orante del Evangelio: Juan 12,20-33
También a través de la angustia de José pasa la voluntad de Dios, su historia, su proyecto. José nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca (Papa Francisco, Patris Corde 2).
‘Queremos ver a Jesús’.
Unos griegos son el símbolo de nuestra búsqueda de Jesús. Un pequeño deseo, que el Espíritu hace nacer en nuestra interioridad, nos pone en camino para ver su rostro. Otros discípulos nos llevan hasta él: ¡Cuántas mediaciones en nuestra vida! ¿Y qué es lo que encuentra quien desea verlo? ¿Qué misterio se encierra en Jesús? ¿Cuál es esa identidad que quiere compartir con nosotros? Lo veremos más adelante. De momento, nos importa saber que Jesús está, aquí y ahora, para nosotros: ‘no está aguardando otra cosa sino que le miremos’ (Santa Teresa). Estamos hechos para él: nuestra sed profunda solo se sacia con su agua. Al mirarle, sin necesidad de palabras, confesamos que él es el centro y el sentido de nuestra vida, el impulso de nuestras obras, la meta de nuestro caminar, ¡nuestra vida! Queremos verte, Señor, Jesús; eso es todo.
Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Jesús nos desvela su misterio: una vida de amor que se entrega por nosotros y por todos en la cruz: esta es su identidad más profunda. Toda la vida de Jesús ha sido entrega, pero ahora se hace más visible. La cruz y la gloria se abrazan en Jesús. Así quiere que lo miremos: en esa soledad de amor herido que embellece con su luz a todo ser humano. Así quiere mirarnos: desde la cruz, dejándonos vestidos de gracia y hermosura. No hay miedo en Jesús, ya no hay tristeza; sí hay una confianza total en el Padre. Nadie le quita la vida, es él quien la da libremente para todos. Su hora es la nuestra. Su cruz es nuestra gloria. Su muerte es para nuestra vida. “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Queremos guardar estas palabras en el corazón.
Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.
Estamos ante la declaración central del mensaje de Jesús. Antes de mostrarse lleno de gloria, hermosura y majestad, Jesús se esconde en la tierra, como un grano de trigo que se deshace para dar fruto. Para fecundarlo todo de vida nueva, su amor entra en el silencio crucificado. ¡Cuánta verdad y humildad en su entrega! ¡Cómo nos revela el amor del Padre! ¡Cuánto confía en él! La cruz es la hora de la verdad de Dios, el lugar donde se le reconoce. Jesús da su vida libremente. Ya no tiene nada que perder. Da sin despojar a nadie de lo suyo, embellece sin humillar. Se arriesga a entrar en la nada de la muerte para romperla en pedazos. Su muerte es un desafío a la esclavitud de la muerte, a todos sus miedos. Queremos seguirte, Jesús, día a día, aprendiendo a dar la vida, aprendiendo a confiar en el Padre.
Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.
Para ver a Jesús hay que mirar la cruz, donde están la entrega y el amor. ¡Cómo atrae el amor de Jesús! ¡Cómo atrae su verdad desnuda en la cruz, vencedora del mal y de la muerte! ¡Cómo atrae su silencio obediente, que resuena con fuerza en los testigos que, por amor a él, son capaces de dar la vida cada día, amando y perdonando! ¡Cómo atrae! Cuando todo parece que termina, todo empieza, porque el amor no fracasa nunca. La cruz todo lo llena de esperanza. Comienza la hora del Espíritu, con la gracia como protagonista de la historia. ¡Qué bello dejarse atraer por él y caminar día tras día en su presencia! Tú, Jesús crucificado, nos permites levantar la cabeza y volver a empezar, y lo haces con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. ¡Bendito seas por siempre, Señor!