Domingo segundo de Pascua

Lectura orante del Evangelio: Juan 20,19-31

Jesús resucitado nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase (Papa Francisco).    

Noche, puertas cerradas, miedos, pobres que no pueden quitarse ese peso de encima… son experiencias que forman parte de nuestra vida limitada. Pero Jesús, vivo, está llamando a nuestra puerta esperando que lo acojamos en el centro de nuestro corazón. Lo miramos, hoy, resucitado, victorioso sobre la muerte, alegre, iluminando con su luz toda noche, abriendo puertas para iniciar caminos de ternura y entrega. Gracias a él, miramos nuestra vida con vocación de resurrección, con una cita de eternidad que llena de esperanza nuestros días.

Señor, tu presencia amorosa nos llena de alegría.

Esta es la simbología del encuentro:Jesús resucitado entra, se pone en medio, regala la paz. Su llegada inesperada, gratuita, sorprendente, inexplicable para nosotros, sólo se explica por el gran amor que nos tiene. El encuentro con Jesús embellece nuestra vida con su Vida. En la oración interior acogemos estos grandes regalos de la Pascua: su paz y su alegría.

Jesús, ponte en el centro de nuestra vida y danos tu paz.   

Con Jesús resucitado siempre nace y renace la alegría. Nuestro corazón, tan hondo, tan profundo, tan misterioso, comienza una danza de alegría al ver al Señor. La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Nuestra mente, tan estrecha, Jesús la cambia en espacio ampliado donde nace, en libertad, un cantar nuevo, una alabanza, una solidaridad. Esta alegría nunca se gasta, se renueva y se comunica.

Llénanos de tu alegría, Señor. En ella se apoya nuestra fe.   

¿Cuántas veces nos tiene que repetir el Señor su saludo de paz? Tantas cuantas sean necesarias para convertirnos en testigos de su resurrección, en personas con voluntad de verdad. El discípulo, a medida que conoce y ama a su Señor, experimenta la necesidad de compartir con otros su alegría de ser enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, a hacer realidad el amor y el servicio en la persona de los más necesitados, en una palabra, a construir el Reino de Dios. Con la paz y la bondad, con la esperanza y la tarea misionera, decimos que hemos visto al Señor.

Gracias, Jesús, por enviarnos a cantar tu poder, que levanta del suelo a los pequeños.   

Jesús nos regala el don del Espíritu. ¡Qué riqueza la del Espíritu! Nos hace entender nuestra interioridad como habitada, nos hace creativos en las tareas a favor de los más pequeños, nos mete en la fiesta de la comunidad manteniendo vivo el recuerdo de Jesús.

Espíritu Santo: regalo de Jesús.  

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