Domingo trigésimo del tiempo ordinario

Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia (Santa Teresa, Exclamación 8,2).

Jesús va de camino hacia Jerusalén, hacia la cruz, lleva la buena noticia en el corazón y en los labios, busca seguidores. Los discípulos no terminan de entenderle. Pero un ciego mendigo, incapaz de caminar, ignorado y silenciado, necesitado de salvación, al escuchar que pasa Jesús, grita llamándole. Entre ellos va a haber un encuentro, porque los dos se buscan. La oración del corazón no es una práctica rutinaria, es el grito que provoca, al paso de Jesús, una herida de amor. ¿Qué grito nace, en este momento, en nuestra interioridad? Se lo decimos a Jesús. Mientras, lo invocamos durante el día con esta jaculatoria del ciego:

Jesús, ten compasión de mí. 

El ciego tiene que superar obstáculos porque muchos quieren acallar su grito; dicen que molesta. Pero Jesús, que ha venido para servir y dar vida en plenitud, se conmueve ante la necesidad. Y se detiene. No hay prisa que valga cuando hay un grito que atender en las orillas del camino. Jesús apuesta por el hombre, aun cuando en este no haya casi nada; así muestra su amor por nosotros. Jesús es puerta abierta, da esperanza. Jesús llama a todos. Oyen su voz compasiva los que les duele su nada, y la gritan pidiendo misericordia. Nos quedamos en silencio ante Jesús, oyendo cómo nos llama, cómo nos ama.

Llámanos, una y otra vez, Jesús.  

Jesús desea hacer todo por nosotros, si le dejamos. Jesús es mucho más de lo que pensamos. Tiene poder para ayudarnos y quiere hacerlo. Jesús nos ofrece posibilidades de vida inauditas. Acogemos la pregunta que Jesús nos hace. Jesús desea tener un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales que estamos viviendo. Buscamos dentro una respuesta que sea verdadera. ¿Qué queremos que Jesús haga por nosotros aquí y ahora?

Señor, Jesús, qué gozo tan grande saber que nos amas y te interesas por nosotros.   

Esta expresión orante del ciego está llena de esperanza y confianza en Jesús. El ciego reconoce su ceguera y se dirige hacia la luz. Al mirar a Jesús con el corazón, comienza a ver. ‘Rabbuní, que recobre la vista’, puede ser la expresión orante que nos acompañe estos días. Esta oración repetitiva, al ritmo de nuestra respiración, ilumina nuestra interioridad y nos limpia los ojos para verlo todo con los ojos de Jesús.

Jesús, tu luz es nuestra luz.

El encuentro con Jesús ha dado su fruto. Curados por él, le seguimos por el camino. La alegría de ver es la alegría de creer. Hay muchos ciegos en los márgenes que esperan nuestra escucha y nuestra mirada.

Caminamos contigo, Jesús, compartiendo con los orillados el calor de nuestro cariño. Te seguimos. ¡Qué alegría!  

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