Domingo vigésimo segundo del tiempo ordinario 

Vigila sobre tu corazón. Todos los días, estate atento a lo que sucede en tu corazón (Papa Francisco).   

La novedad que trae Jesús atrae, sorprende, ¿molesta? Los maestros de la ley, los que se creen sabios, ponen cerco a la libertad que se respira en torno a Jesús, les irrita su bondad y ternura. Se acercan a él con el corazón manchado; más que acercarse, lo cercan; así es muy difícil que se encuentren con la verdad de Jesús. ¿Cómo nos acercaremos nosotros hoy a Jesús? ¿Con qué sabiduría que enseña a vivir bien? ¡Cuida tus alas!, decía san Agustín a los jóvenes. Lo haremos cuidando el corazón, porque el corazón constituye las alas del espíritu; limpiando el corazón, sin creernos más que los demás; volando al aire del Espíritu. Si confiamos en él, ningún falso letrado podrá contra nosotros. 

No nos faltes tú, Señor, que no hay mayor ganancia que vivir confiando en ti. ¡Oh Señor, cuán diferentes son tus caminos de nuestras torpes imaginaciones!

La mentalidad estrecha de los fariseos es también la de hoy. Aunque practiquemos la oración, no por eso estamos libres de esa peste. Si nos brotan preguntas insidiosas, cuya pretensión es la de controlar la vida de los demás, entonces nuestra oración necesita una profunda conversión. La comunión con Dios es algo fascinante, va mucho más allá de tradiciones y de intentos de fiscalizar vidas ajenas, nos lleva a acoger a los demás y a bendecirlos. Los mandamientos de Dios liberan, alegran. Dios no se echa para atrás. 

Señor, enséñanos a mirar nuestras faltas y dejar las ajenas, que, de aquellos, a los que criticamos, tenemos mucho que aprender. 

Jesús hace presente la queja de Dios, manifestada por los profetas. Cuando la oración desconoce el camino del corazón se queda sólo en los labios y no llega al corazón de Dios. La verdadera oración nace de un corazón, abierto a Dios y a los demás. El Espíritu nos llama a una conversión profunda, a una unidad entre lo que pensamos y obramos, a poner el corazón en lo que hacemos, también, cómo no, en la oración. 

Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos (Santa Teresa). Danos, Señor, sabiduría y entendimiento para seguir tus caminos. 

Las normas, por sí mismas, no tienen valor; hinchan, pero no conducen al amor ni a la libertad de los hijos e hijas de Dios. El hecho de ser observantes no nos hace mejores orantes. Las tradiciones humanas nunca han de tener la primacía. Lo primero es siempre Jesús y su llamada al amor y a la misericordia. Los verdaderos mandamientos de Dios son los que liberan nuestras conciencias oprimidas y nos dan la salud, que es el amor. 

Nuestro corazón es para ti, Señor. Que tu Espíritu entre en nosotros y nos inunde con su amor. Que ya sólo el amor sea nuestro ejercicio. 

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