Rabí, ¿dónde moras? (Jn 1, 38)

Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús que pasaba por allí, y  dijo:
-Este es el Cordero de Dios.
Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó:
-¿Qué buscáis?
Ellos contestaron:
-Rabí, ¿dónde moras?
Él les respondió:
-Venid y lo veréis.
Se fueron con él, vieron donde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde.
(Jn 1, 35-40)

Es fascinante el modo en que el  Evangelio de Juan relata, la curiosidad inicial, la experiencia vivida de cerca y el posterior seguimiento de Jesús de estos dos primeros discípulos, Andrés y otro cuyo nombre no se menciona.

Este Evangelio nos presenta a dos hombres de fe, discípulos de Juan, que ante un comentario de su maestro no se quedan indiferentes, sienten curiosidad: algo misterioso empieza a atraerles y sin apenas darse cuenta empiezan a seguir a ese nuevo maestro. Sin embargo, el poder de atracción y el misterio que irradia la persona de Jesús es tan fuerte que se atreven a hacerle la gran pregunta: “¿dónde moras?”, es decir, ¿qué es lo que te sostiene?, ¿en qué te apoyas?, ¿de qué fuente bebes para andar así por la vida de forma tan abierta, tan generosa y tan confiada?

Y Jesús les invitó directamente a que fuesen testigos directos de su experiencia personal, basada en su íntima relación con su Padre: “Venid y lo veréis”. Hicieron experiencia con él. Y en esa experiencia personal que tuvieron con él comprobarían que su fuerza, su forma de mirar y de acercarse a los otros provenía de sus largos ratos de unión en oración con su Padre hasta llegar a tener los mismos sentimientos y la misma voluntad que él, a ver el mundo con los ojos del Padre y desde la perspectiva de este.  Para ello, Jesús se apartaba del camino y se retiraba a la soledad de un monte o del desierto, por la noche o antes del amanecer. De ahí sacaba toda su fuerza. Con el tiempo descubrirían que la soledad de Jesús era una soledad poblada  de aullidos humanos; no era una campana de cristal que utilizaba para aislarse. Día a día comprobaban que Jesús salía fuera del camino a la soledad para recoger todas las lágrimas de sus hermanos y confiárselas al Padre poniéndolas en sus manos. Mientras que sostenía a sus hermanos miraba al Padre; era un único acontecimiento:

Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar.” (Mc 2,35)
“Cuando los despidió, se fue al monte a orar. (Mc 6,46).
“Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Santiago y subió al monte a orar.” (Lc 9,28)
“Cuando llegaron a un lugar llamado Getsemaní, dijo Jesús a sus discípulos:
 Sentaos aquí mientras yo voy a orar.”(Mc 14,32)
“Entonces el Espíritu llevó a Jesús al desierto” (Mt  4,1)

Los momentos más importantes de nuestras vidas siempre los recordamos con una fecha concreta y muchas veces hasta con la hora exacta: el nacimiento de un hijo, la muerte de una madre, el despido de un trabajo, una opción religiosa… Y fue esto precisamente lo que les ocurrió a estos dos discípulos; fue tan fuerte el asombro que sintieron en un momento dado ante el descubrimiento de Jesús como Alguien que venía de Dios mismo, aunque en esos momentos no acertasen a comprender que se tratara del Mesías, que se les quedó grabado para siempre ese día e incluso la  hora en que él cambió sus vidas para siempre: “Eran como las cuatro de la tarde”. El texto evangélico, no obstante, quiere reflejar este descubrimiento posterior de los discípulos de la persona de Jesús como Mesías llamándole así: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41) en vez de continuar refiriéndose  a él como Rabí.

Este relato difiere profundamente de los que nos ofrecen los sinópticos. En realidad, más que de un relato de vocación, se trataría del progresivo descubrimiento que hacen los discípulos de la persona de Jesús. El evangelista del cuarto evangelio trasladaría a este primer encuentro lo que posteriormente sus discípulos fueron descubriendo en él.

Los primeros discípulos al igual que tiempo atrás hicieran Abraham, Sara, el  profeta Amós y tantos otros seducidos por el Señor,  adhirieron su vida a un proyecto que iba más allá de su familia privada o de su historia personal sin tener todas  las claves del mismo:

“Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, vete a la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendecirá y haré famoso tu nombre.”(Gn 12,1-2).

«Yo no soy profeta, ni hijo de profetas, sino pastor y cultivador de sicómoros;  pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: ‘Ve a profetizar a mi pueblo Israel’. (Amós 7, 14)

– Veníos detrás de mí y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al instante las redes y lo siguieron. (Mt 4,20)

A partir de esta experiencia personal con Jesús, en el  caso de los primeros discípulos, o de una palabra de promesa del Dios vivo, en el caso de Abraham, Sara y los profetas, se desarrolla la llamada espiritualidad de  la seducción:

¡Me sedujiste, Señor y yo me dejé seducir! Fuiste más fuerte que yo y me venciste. Todo el mundo se burla de mí; se ríen de mí todo el tiempo. […] Yo me decía: “No pensaré más en él no hablaré más en su nombre”. Pero era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos; me esforzaba por contenerlo, pero no podía. (Jr 20 7- 9)

La seducción, como nos explica el profeta Jeremías, es algo que atrae de manera muy fuerte al tiempo que introduce a la persona en el misterio; los seducidos no saben exactamente qué va a ser de sus vidas en adelante. Afecta a toda la persona, a sus sentimientos a su inteligencia, a su acción. Otra consecuencia de la seducción es que no se puede encontrar sosiego en otros “amores” en otras opciones. Estos dos discípulos tienen muy claro que a partir de ese momento, en vez de continuar con Juan, seguirán a Jesús. Primero es la seducción; después, el seguimiento y la renuncia. Dios siempre precede.

Todo esto viene a confirmar que estamos religados a la divinidad; no somos seres independientes. Jesús no podía entenderse a sí mismo sin su vinculación con el Padre; los discípulos, a partir de ese momento, no concibieron su vida sin su vinculación a la persona de Jesús, el camino que conducía al Padre.

“Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón” (Vida 9, 8).

En el libro VIII, capitulo 12, nº. 29, de las Confesiones,  san Agustín  narra el momento de su conversión- seducción: se encontraba en el huerto o jardín de su residencia de Milán y escuchó una voz infantil como de una casa vecina que decía: “Toma, lee”, haciendo referencia a la Biblia. Agustín interpretó aquellas palabras como si fueran un mandato divino. Abrió la Sagrada Escritura y leyó el primer pasaje que se ofreció a sus ojos: «No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos«. (Rom. 13, 13).

Y, a continuación, afirma el santo de Hipona: “No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas”.

A partir de ese momento, san Agustín comprendió el sentido de la vida humana: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

¿Hay en mi vida algún episodio o momento que se haya  quedado marcado en mi  memoria en mi relación con Jesús? ¿Cuáles  han sido  los otros momentos decisivos de mi encuentro con el Señor?
¿Concibo mi vida sin vincularla a Jesús?
¿Cómo he ido respondiendo a la llamada de Jesús a lo largo del tiempo?
¿Estoy respondiendo  hoy con generosidad y entrega  a la llamada del Señor?

¿Quién me dará descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues?,
 ¿Qué es lo que eres para mí?
¿Qué soy yo para ti?

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían.

Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.

Las Confesiones (X, 27, 38)

(Recitado de la oración de s. Agustín)

(Video oración cantada)  

Hoy le pedimos a la Virgen y al Espíritu Santo que también nosotros, al igual que los primeros discípulos, nos dejemos arrastrar por la persona  de Jesús que cada día  nos llama y nos invita a amarle a él y a nuestros hermanos.

Julia López Lasala
Especialista en Espiritualidad Bíblica.

Libros recomendados:

Post recomendados:

Viva el evangelio como nunca antes:

Recibe nuestras reseñas literarias:

Únete a nuestra comunidad literaria para recibir reseñas semanales de libros  de tu interés por e-mail. Es gratis y disfrutarás de precios más bajos y regalos en nuestras editoriales con tu cupon de socio.