Testigos de la fe con la fuerza del Espíritu

Jueves, día 29: Testigos de la fe

El Carmen de Burgos, 26-30 de Marzo de 2012

Todos los cristianos, no solo unos pocos, tenemos un testimonio para entregar. Todos llevamos dentro un testimonio escondido en nuestra vasija de barro que hay que sacar a la luz, llevamos una fortaleza metida en nuestra debilidad, una alegría que no nos pertenece solo a nosotros. ¿Cuál es tu testimonio? ¿Qué dices de tu fe? ¿Quién dices que es Jesús? También, cada comunidad tiene dentro un testimonio que comunicar para que la gente crea. Un joven, al entrar en una comunidad cristiana, dijo: «Cuando vi su alegría, entonces vi su fe». En la primera carta de Juan, toda la comunidad proclama con claridad su testimonio: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, lo testimoniamos y os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros y para que vuestra alegría sea completa» (1Jn 1,11-4).

1.- Vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo

¿Quién nos ha metido en esto? ¿Quién ha encendido esta llama viva en nuestro corazón? ¿Por qué no podemos vivir la fe sin complicarnos la vida? ¿Acaso no podemos ser testigos de la fe en unos ambientes más favorables y esconder esa fe en otros más complicados? La respuesta es no. No se puede vivir la fe en Jesús sin dar testimonio de ella. La fe se fortalece testimoniándola. Y el que nos ha metido en esto ha sido Jesús. Él nos ha hecho esta propuesta tan novedosa como inesperada, tan comprometida como desafiante: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo. Que brille vuestra luz delante de los hombre para que, viendo, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,13ss). No solo nos ha dicho: sois sal y luz, sino que sois sal, luz y alegría del mundo. Si la sal no sazona, no sirve. Si la luz se esconde, no sirve, si la vida no se entrega se queda infecunda. Si la fe no se testimonia, se apaga. Somos posibilidad, «¿qué tales habremos de ser?», pero, ¡ojo!, podemos ser una desgracia si urgidos por otros intereses no comunicamos lo que somos. El testimonio coherente de nuestra vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión. «Sea bendito por siempre, que tanto da y tan poco le doy yo. Porque ¿qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda por Vos? ¡Y qué de ello, qué de ello, qué de ello -y otras mil veces lo puedo decir-, me falta para esto!» (Vida 39,6).

¡Qué suerte tan grande tenemos los que vivimos la fe!, decían María Jesús y Rosa entre pasillos. Es verdad. Pero la fe, que es un don, un lujo de alegría, que se nos ha dado, no nos pertenece solo a nosotros. Hay una humanidad, con dolores de parto, que está a la espera de que se manifiesten los testigos de Jesús. La profunda crisis de fe de muchas personas que nos rodean necesita urgentemente el testimonio gozoso de nuestra fe, la creatividad y belleza de nuestra fe. Nuestros contemporáneos, nuestros vecinos, nuestros familiares y amigos, necesitan oírnos la fe, ver en nosotros el amor, percibir en nosotros la alegría de la esperanza. No podemos esconder tan gran tesoro. La renovación de la Iglesia, los cielos nuevos y la tierra nueva donde habite la justicia (Ap 21,1), están íntimamente ligados al testimonio ofrecido por la vida de los creyentes.

2.- Testigos de Jesús en esta hora

¿Pero cómo ser testigos de Jesús en esta hora que nos ha tocado vivir y que, se nos antoja, nada fácil? Aunque, por otra parte, ¿qué tiempos no han sido difíciles? -santa Teresa llamaba a los suyos «tiempos recios»-. ¿Cómo testimoniar la fuerza y la belleza de la fe en estos tiempos para que ésta sea creíble? ¿Cómo redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe?

Lo sustancial de nuestro testimonio será siempre el mismo: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre»; Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros. Pero tendremos que aprender a ser testigos de la fe en un mundo que cambia, en medio de unos valores y dioses nuevos presentes. El vino nuevo requiere odres nuevos. «Cuando teníamos todas las respuestas, cambiaron todas las preguntas» (M. Benedetti).

Por ejemplo, nuestra Iglesia está dejando de tener la centralidad social que tenía en épocas aún bien recientes; y en estas circunstancias nuevas, tendremos que aprender a ser testigos. Sin ver lo que nos pasa como un despojo injusto, echando culpas a diestro y siniestro, sino como un signo del Espíritu, quien, también en los tiempos sombríos, nos empuja a seguir cantando nuestra fe.

Por ejemplo, anuestra Iglesia le cuesta vivir en la marginalidad, que no al margen, y tendremos que aprender a superar la tentación de estar a la defensiva, con las puertas cerradas por miedo; tendremos que aprender, como hacían los primeros cristianos, a recuperar la originalidad y belleza del Evangelio y a proponerla como un aporte lúcido y humanizador, esperanzador, para nuestro tiempo; tendremos que aprender a ofrecer nuestro aporte desde la marginalidad, en un mundo plural, ofreciendo una forma de mirar lo pequeñito de la vida, una manera de escuchar los gritos de los que están en las orillas, una capacidad de compartir los cinco panes y dos peces que tenemos para que brote la fiesta del compartir, un estilo de acompañar a las personas hasta que la luz venza la oscuridad y la esperanza ocupe el sitio del que se han adueñado todos los desalientos.

Por ejemplo, ser testigos supondrá, a veces, para nosotros nadar contracorriente, como hacen los peces que buscan las aguas altas, más limpias. Pero esto no nos dará derecho a tirar la toalla y llegar a lo que el Papa Juan XXIII llamaba «el cansancio de los buenos», porque dar por supuesto el fracaso es una trampa y una coartada para vivir cruzados de brazos. Muchos intentarán condenarnos al silencio, a la pasividad, como si el pueblo de Dios no tuviera palabra o la tuviera prisionera. Pero «la palabra no está encadenada», (2Tim 2,9) gritaba san Pablo desde la cárcel. «Me robaron el arpa, me robaron las mulas, pero no me robaron la música», decía riendo el maestro Figueredo. Los creyentes damos testimonio creyendo, confesando la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza.

Ser testigos de Jesús, no es que tengamos que hablar de una persona extraña a nosotros. No. Hablamos de Jesús hablando de nosotros, porque Él se nos ha metido en las capas hondas del corazón. Somos testigos de Jesús, le pertenecemos. Somos de Jesús. «Vivo de la fe en Jesús, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). San Juan de la Cruz lo expresa con una gran hondura y belleza: «¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados!». Algo grande ha pasado entre Jesús y nosotros: «Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura, al monte o al collado do mana el agua pura: entremos más adentro en la espesura». Santa Teresa es, sobre todo, una mujer testigo de la presencia de Jesús en la Iglesia, en el castillo interior de su alma, en su tiempo.

¿Y por qué tenemos que dar testimonio? Porque de las realidades más importantes de nuestra vida solo podemos hablar adecuadamente con el testimonio. Hay valores como la esperanza, la fe y el amor, que hunden sus raíces en lo más hondo de la persona y no se pueden mostrar solo teóricamente. No basta la publicidad para comunicar la fe, es necesario el contacto personal de unos con otros. Solo en ese clima se capta su valor humanizante, las posibilidades insospechadas que ofrecen para la alegría del ser humano.

Las palabras solas no bastan; hay situaciones límite en las que sólo cabe el testimonio de una vida entregada, porque está embellecida por una esperanza, que atraviesa la historia. «Es tarde, pero es mediodía si insistimos un poco» (Pedro Casaldáliga). Esto ha llevado a muchos mártires a ser testigos dando la vida, porque entendieron lo que dice el salmo: «Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62,6). La madre de Charo, que falleció cuando comenzábamos esta semana, dio testimonio de su Señor Jesús cantando antes de morir y diciendo «Solo Dios basta», repitiendo a sus hijas: «Dejadme ir ya con Él». Este fue su testimonio. Hay momentos en los que no basta hablar.

3.- ¿Cómo será nuestro testimonio?

No reinventamos la fe cristiana cada día. Tenemos que volver, una y otra vez, a las fuentes, tocar las raíces. Pero todo eso, necesitamos vivirlo con creatividad y libertad. Muy atentos a Dios y muy atentos al mundo. Lectores de Dios y lectores del mundo. He aquí algunas pistas:

3.1.- El testimonio del asombro

Los creyentes somos personas asombradas, porque nadie nos ha regalado nunca tanto como Dios. El asombro es la respuesta a las obras de Dios (cf Jn 6,29), la respuesta al contenido de la fe, que es lo que Dios nos ha revelado de su intimidad. «Recibirá de mí lo que os irá comunicando» (Jn 16,14), dice Jesús refiriéndose al Espíritu. La Trinidad, Misterio de intimidad y de comunicación, se convierte así en poema de amor divino en lo humano («hombre es amor, y Dios habita dentro de ese pecho y, profundo, en él se acalla», según el canto de Dámaso Alonso), en humilde tarea cotidiana, en fuente inagotable de vida y alegría para el camino solidario. El Espíritu Santo, ¡comunicador!, nos recuerda ese gozo extraño de Dios de darse sin medida; como lámpara de fuego en toda cañada oscura, que convierte lo invisible en visible, la comunión en comunicación, la presencia en testimonio, el amor callado en servicio gratuito, los dolores de la tierra en esperanza. Cuando el vivir es un atrevimiento a tejer un estilo de vida que solo se explica si Dios está en medio. «¿Quién acabará de cantar tus misericordias y grandezas? Es imposible» (Santa Teresa, VII Moradas 1,1).

El asombro nos lleva a mirar de forma nueva toda la realidad que nos rodea, nos lleva a un estilo de vida austero, libre, que deja atrás el miedo y la inseguridad, que abandona la necesidad de dominar para no ser dominado, para recorrer los caminos de la sencillez y la fraternidad.

El asombro nos limpia el corazón para poder ver y testimoniar a Dios en una sociedad tan competitiva, interesada y compleja como la nuestra.

3.2.- El testimonio de la comunión.

Somos testigos de la fe en comunidad. A esa experiencia de familia nos lleva el Espíritu, viento impetuoso que barre todo miedo. Los dones de Dios no son de propiedad privada, sino que pertenecen a todos. En la fe de cada uno de nosotros, enriquece Dios a los más pobres. Cuando oímos otros pasos creyentes y nos fijamos en otros rostros creyentes, cuando unos a otros nos damos las razones de nuestra esperanza, cuando vivimos a Jesús en comunidad, entonces la fe es símbolo que nos convoca y nos fortalece. La profesión de fe, que testimonia el pueblo de Dios reunido, tiene una belleza especial. La comunidad, entonces, se convierte en una catedral viva, llena de luz, que proclama, con la fuerza de un trueno, como decía san Ambrosio en Milán, el amén solemne.

3.3.- El testimonio de la gratuidad.

La fe es un don y la gratuidad es una auténtica novedad en una sociedad como la nuestra, donde todo tiene un precio, se compra y se vende. Los cristianos somos llamados a introducir la gratuidad de los detalles en la vida de cada día. Somos testigos de Jesús, el que derrochó la gracia sobre nosotros, mostrando que es posible vivir un amor gratuito y desinteresado. Nuestro testimonio no es fanático, sino liberador; no lleva a la condena, sino a la salvación. La radicalidad con que confesamos a Jesús como único Señor nos lleva a un estilo de vida respetuoso con otras opciones. En nuestra sociedad, donde el dinero es el dios principal, la gratuidad es el mejor antídoto.

3.4.- El testimonio de la caridad.

Es hora de despertar del sueño de inhumanidad en que vivimos. «¿De qué le sirve a uno tener fe si no tiene obras?» (St 2,14-18). La fe y la caridad se abrazan, la justicia y la paz se besan. La fe y el amor se necesitan mutuamente. Gracias a la fe podemos reconocer, en quienes piden nuestro amor, el rostro del Señor Resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). El testimonio de la caridad nos permite ir por la vida con la mística de los ojos abiertos para ver la realidad de los pobres, de las víctimas, de los necesitados. Porque hay mucha gente que muere antes de tiempo, la fe compromete a cambiar la situación.

3.5.- El testimonio de la valentía.

Somos testigos de la fe gracias a la fuerza del Espíritu. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). No podemos ser auténticos discípulos de Jesús sin recibir la fuerza del Espíritu. El don del Espíritu es para que todos profesemos nuestra fe en Jesús, para edificar la comunidad y servir a nuestros hermanos, especialmente a los más pobres. La gracia del Espíritu nos lleva a ser testigos de Jesús, discípulos suyos; Él nos empuja a ser misioneros de la Buena Nueva con nuestra vida. Testigos en todo momento y situación. El Espíritu, presente en nuestro interior, es testigo de Jesús. Nosotros somos el templo donde Él habita, donde Él se muestra. Con su fuerza no tenemos miedo a las pruebas. Nada nos separa de la experiencia honda de ser amados por Jesús. Su amor nos basta. Ahí está nuestra fuerza. «Salió la fe a abrir y no había nadie» (L. King).

Es hora de buscar y dar testimonio de la verdad. No podemos escondernos ante las dificultades. Es verdad que en algunos ambientes se nos discute el espacio a los creyentes, como si fuéramos menores de edad o poco menos que apestados de los que hay que estar lejos; es verdad que algunos piensan que somos un residuo cultural con unas propuestas que no se pueden presentar en público, pero la fe que actúa por el amor se ha convertido en nosotros en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que ha cambiado nuestra vida. Sólo buscamos la verdad, aunque no seamos aplaudidos por ello.

4.- El espejo de la carta a Diogneto

Siempre podemos mirarnos en el espejo de estos y otros escritos para responder a la pregunta: «¿Qué tales habremos de ser para mostrarnos en esta hora como testigos de Jesús?»

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad» (De la Carta a Diogneto).

5.- Los ojosfijos en Jesús y en la nube de testigos que nos rodea

Dar testimonio de la fe sería un peso insoportable para nosotros, que llegaría a doblar nuestra espalada, si Jesús no fuese delante. ¿Cómo testimoniar con nuestra pequeñez algo tan grande? ¿No sería mejor callarnos? No, porque la iniciativa para ser testigos no parte de nosotros, parte de Jesús. El testimonio, que somos llamados a dar como discípulos del Señor, no está en nuestras fuerzas, sino en el poder de Dios, en su gracia, en su regalo. Por eso, fijamos en Jesús la mirada, no dejamos de mirarle. «Te basta mi gracia», le decía Jesús a Pablo. No hace falta ser grandes para ser testigos. «Pequeña es la gota de rocío, y refresca las hojas agostadas. Pequeño es el grano de trigo, y llena las mesas de pan. Pequeño es el grano de uva, y llena de vino las copas. Pequeñas es la piedra preciosa, y adorna la corona real. Pequeño es el hombre al nacer, y, hoy por hoy, no hay nada más grande que él» (J. Guillén).

Jesús es el primer testigo, el testigo fiel y veraz por antonomasia. Ante todo, Jesús da testimonio de Dios a través de su libertad insobornable, de su aguda percepción de la realidad, de su valentía para denunciar la hipocresía y la injusticia; y, sobre todo, a través de su misericordia, da testimonio de una profunda experiencia del Dios cercano, del Dios Padre-Madre, del Dios Amor. Nadie le quita la vida, la da por entero. Su entrega estremece la historia. «Yo para esto he venido, para dar testimonio de la verdad». La verdad para Jesús es Dios y su amor. De eso es testigo.

Mirando a Jesús, grano de trigo que muere en tierra, descubrimos su forma tan peculiar de dar testimonio. Da sin despojar a nadie de lo suyo, embellece sin humillar, no acumula el pan de los más pobres. Se arriesga en la nada para levantar del polvo a los desvalidos. Con tanta verdad y transparencia, puestas en la tierra, desafía a la corrupción y a la mentira. Así, el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, da testimonio de lo que sabe, de lo que ha visto.

La comunidad es testigo de Jesús en toda hora. Solo rinde culto a su Señor. No acepta adorar otra imagen, ni acepta poner otro sello sobre su frente y en el corazón (cf Ap 20,4). Jesús es el único Señor. «Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1Jn 5,4).

No estamos solos a la hora de ser testigos, hay una nube de testigos a nuestro lado. «Por tanto, también nosotros teniendo en torno nuestro tan gran número de testigos, sacudamos toda lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2). Estamos rodeados de una nube de testigos. Todos ellos forman una hermosa sinfonía a Jesucristo, el testigo fiel, y, para nosotros, son una presencia alentadora en el camino. Con tantos hermanos y hermanas, testigos de Jesús en todo tiempo, cantamos: «Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).

(Enseñanza impartida por Pedro Tomás Navajas, carmelita, en la Semana de Espiritualidad, El Carmen de Burgos, 26-30 de Marzo de 2012)

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